¿Sobrevivirá usted a la muerte? Al terminar su corta etapa aquí en la tierra. ¿Estará usted en alguna parte, en algún otro lugar del mundo, continuando su existencia, conociendo y pensando?
Estas son cuestiones que espantan. Lo admito, pero son preguntas como esas las que frecuentemente nos chocan, sacándonos de nuestra comodidad, de esa confianza falsa que tenemos de que sabemos la razón de todas las cosas y que podemos enfrentarnos a cualquier situación.
La cuestión de sí hay una existencia después de la muerte ha sido uno de los más grandes misterios que el hombre ha confrontado siempre. Los más de nosotros eludimos forjar una respuesta a esta eterna pregunta o bien acudimos a las respuestas tradicionales que se nos dieron en nuestra niñez.
La otra tarde paseaba yo con un amigo mío en su automóvil. Él me hablaba del reciente campeonato de natación que había ganado su hijo y de los muchos trofeos que había obtenido. Yo sabia que el cariño de Juan por su hijo era casi igual a su afición por los deportes, y así, no interrumpí su larga descripción.
Al doblar una esquina, un cortejo fúnebre se aproximaba, y al pasar junto a nuestro carro, Juan súbitamente calló. Lo miré asombrado, pues no sabía que fuera tan sensible a estas cosas; notando mi perplejidad, me dijo: “Una experiencia de esta naturaleza siempre me lleva a inquirir acerca del misterio de la vida después de la muerte. Dudo que sobrevivamos a la muerte, y sin embargo, vacilo en aceptar la supervivencia como un hecho incuestionable.
En otras palabras, estoy dividido entre el conocimiento real, que señala una cosa. y la fe que declara otra”.
Juan sin saberlo, había resumido el obstáculo que ha impedido a muchas personas hallar una respuesta satisfactoria a esta embrollada pregunta: ¿De dónde venimos y a dónde vamos?
El obstáculo es el conflicto entre nuestro conocimiento y nuestra fe. De hecho, estamos absolutamente seguros de que comprendemos la diferencia entre ambas cosas? Todo lo que conocemos es verdad, o cuando menos, pensamos que lo es. Si no fuera así, no le haríamos caso, y no lo consideraríamos un conocimiento.
Estas verdades o estos elementos de conocimientos que almacenamos en la mente, nos llegan a través de los poderes de percepción: esto es, por las facultades sensorias, vista, oído, tacto, etc. Todo lo que así percibimos es una realidad, una verdad para nosotros.
Por ejemplo, el sol tiene para nosotros cierto color y cierta forma; en la realidad, esto puede ser diferente, pero por lo que respecta a nosotros, como lo vemos, así lo conocemos. El conocimiento pues, es una colección de verdades percibidas.
En la fe tenemos algo enteramente diferente. Las verdades de la fe no se experimentan personalmente. No las vemos, oímos o tocamos sino que las aceptamos bajo la autoridad de alguien. Tomemos por ejemplo un astrónomo famoso. Podemos haber aprendido por experiencia que él tiene conocimiento seguro de los fenómenos astronómicos. Por lo tanto, cuando, él diga que en cierto día las manchas solares causarán disturbios en la atmósfera, nosotros tendremos fe en sus predicciones. Inferimos las verdades por sus declaraciones, por nuestro conocimiento de su autoridad. Así, podemos decir que las verdades de la fe se derivan por inferencia.
Las cosas del conocimiento son las cosas de la existencia; esto es, son las cosas que hemos percibido, que tienen tanta existencia como nosotros mismos. Las cosas de la fe por otra parte, son las cosas de la probabilidad. No las hemos experimentado personalmente, y confiamos en la seguridad de alguien o en alguna cosa que haga alguien.
¿Este análisis ha menguado en algo el valor de la fe? ¿Cuando aceptamos las cosas por fe, las aceptamos ciegamente sin medios de determinar su verdad? La naturaleza nos ha dado la vara del razonamiento para medir la exactitud de las cosas de la fe.
La razón trabaja con lo conocido. Ella parte de las cosas que tienen existencia, y que hemos experimentado. Consecuentemente, cuando razonamos, combinamos las particularidades de nuestras experiencias y deducimos de ellas ciertas conclusiones. Estas conclusiones pueden ser nuevas; podemos no haberlas experimentado nunca, pero están fundadas en cosas que nos son familiares.
Supongamos ahora que la razón y la fe de alguien estén en conflicto. Debemos entonces decir cuál de las dos: la conclusión de la razón, o la de la fe, es la que se aproxima más a la verdad.
Esto no es tan difícil de responder como puede creerse. La verdad es aquello acerca de lo cual no abrigamos duda y que con el tiempo es irrefutable por nosotros mismos o por cualquier otro.
¿Qué tiene que ver esto con la cuestión de si sobrevivimos a la muerte? Lo siguiente: Estamos buscando un guía para las respuestas que necesitamos. No teniendo conocimiento verdadero de la existencia después de la muerte y no deseando confiar solamente en la fe debemos dejar que la verdad de la razón nos conduzca.
Principiemos por suponer que no sabemos lo que es la muerte. Preguntemos primero “¿Cuáles son las características comunes de la vida?” El poder de un ser viviente para reproducirse, para crecer y para tener sensaciones; y la facultad de moverse o tener locomoción. Pero cuando nos consideramos nosotros mismos, encontramos que tenemos además de la facultad de ser conscientes del mundo que nos rodea: los árboles, el cielo y otras cosas, una conciencia interna que nos hace comprender que nosotros somos nosotros, como seres separados de todas las otras cosas.
Existen por consiguiente los atributos de la razón y de la voluntad. Puesto que todas estas cosas son la vida, su desaparición aparente debe ser la muerte. El hecho de que el cuerpo pueda persistir por algún tiempo no significa nada después que hayan desaparecido esas funciones que son la vida.
Ahora bien, si todas esas cosas que llamamos cualidades de la vida entran al cuerpo como una sola acción unida, en el momento de nacer, nuestra investigación será sencilla, pues la muerte entonces significaría que esas cualidades quedarían también simultáneamente libertadas para sobrevivir.
Empero, cada uno de nosotros sabe, por observación, que cada una de esas funciones de la vida llegaron como un desarrollo ulterior y no estaban presentes en el nacimiento. Por ejemplo: Ese estado de auto-conciencia que nos permite comprender la existencia separada, no estaba presente en la infancia. Entonces, ¿es esto también un desarrollo?
Nadie ha visto nunca esta acción misteriosa, esta fuerza vital que anima las cosas, que las hace activas. Solamente la conocemos por sus manifestaciones, por las cosas que hace.
Además, estas manifestaciones, estas varias funciones de la vida, varían si la cosa viviente es una simple célula, una planta, un animal o un hombre. Nos basta estudiar una planta para observar que se nutre por sí misma, puede asimilar humedad y elementos minerales, y puede crecer. Sabemos también que los perros, los gatos y otros animales tienen la facultad de la sensación, pueden sentir dolor y placer, y que también tienen el atributo de la locomoción; esto es, que pueden moverse libremente.
Ya hemos visto los poderes especiales que tiene el hombre. Es obvio por consiguiente que mientras más complejo y más altamente desarrollado es el organismo, el cuerpo, el ser viviente, más elevadas son sus manifestaciones de vida. Aunque cada uno de estos diferentes niveles en los seres vivientes (plantas, animales y hombre) revela diferentes manifestaciones de vida, un factor es común a todos ellos y es el estímulo para el crecimiento y desarrollo.
DIRECCIÓN CONSCIENTE
Este estímulo para madurar, para alcanzar una etapa final de desarrollo se muestra tan uniforme y se lleva a cabo tan completamente en cada clase sucesiva de cosas vivientes, que da a la vida una índole ordenada. Las leyes de la vida son tan ordenadas, tan seguras, que nosotros tenemos que pensar que ellas son inteligentes. Parece como si la fuerza de vida fuera causativa, como si fuera la dirección consciente de una gran mente que busca completar un fin. Hablamos así de la inteligencia de la vida.
Este incentivo misterioso de la fuerza de vida no es en sí mismo ninguno de esos factores especiales que atribuimos al hombre sólo, tal como el conocimiento de sí mismo que lo hace consciente de su propio ser. Pero esta fuerza vital puede y ciertamente llega a constituir esos atributos cuando está en el hombre.
Cada uno de nosotros sabe, por ejemplo, que el viento no es nada, separadamente de las notas de la escala musical. Empero, puede ser toda la escala si se hace pasar a través de instrumentos musicales apropiados. De estas verdades evidentes por sí mismas podemos concluir que la conciencia de sí mismo (el ego, la parte que podemos llamar yo), surge dentro de nosotros y es el resultado de esta misteriosa fuerza vital combinada con un organismo altamente desarrollado como nuestro cuerpo.
EL MÚSICO Y EL INSTRUMENTO
Hagamos una comparación con una arpa. Supondremos que el cuerpo es una arpa, un instrumento de cuerda. El músico será la misteriosa fuerza vital. Cuando el músico toca el arpa ¿qué es lo que sucede? ¿no hay música, armonía? Cuando la fuerza vital entra en el cuerpo, de esa combinación viene otra armonía, ese poder sutil de expresión de sí mismo: el ser, el yo. Con el tiempo, cuando el arpa está vieja y gastada y gradualmente se desintegra de modo que el músico deja de tocar en ella, ¿qué es lo que sucede? La armonía se ha ido.
Empero, ¿no queda el músico y no queda también la pieza dentro de su mente? El es capaz de producirla, pero mientras carece de instrumento la composición queda inexpresada; queda sólo como un pensamiento, un poder potencial.
Por consiguiente cuando el cuerpo, debido a la edad o a la enfermedad no es capaz de retener más tiempo la fuerza vital y ésta se va, entonces su armonía, la propia conciencia, el yo, también se va. La armonía del instrumento musical no puede prolongarse después que el instrumento se ha ido.
Esto es claro y evidente por sí mismo, pero la armonía tiene su inmortalidad, su existencia eterna en la composición musical que la hace posible, y por consiguiente puede repetirse de tiempo en tiempo mientras existan instrumentos capaces para su expresión. Así también la armonía que nosotros somos, es inmortal.
No es aquella conciencia personal que conocemos como Juan Moreno o María López de ojos azules o negros, alto o bajo, la que sobrevive, sino aquella parte de la inteligencia de la fuerza universal de vida que nos da expresión propia en el cuerpo que ahora poseemos.
La inteligencia de la vida tiene dentro de sí misma la capacidad de manifestar millones de futuras personalidades, y sobreviven dentro de ella las personalidades de los millones de aquellas que antes existieron. Ellas no tienen una existencia inmortal como nombres o como individuos, sino como un arreglo, un plan inherente a la Divina Inteligencia y en esto está la prueba de la sobrevivencia después de la muerte.
Ralph M. Lewis Fr.R+C