miércoles, 30 de junio de 2010

LOS NUEVOS DIOSES

Al final del siglo trece, el intento de imponer una civilización cristiana en Europa estaba consumado. Las catedrales góticas y las iglesias irradiaban su influencia sobre cada comunidad, grande o pequeña. Las órdenes mendicantes como los franciscanos no sólo predicaban el evangelio, sino pasaban su vida compartiendo la pobreza de sus más humildes oyentes. Las universidades florecían, con un plan de estudios realizado sobre las Siete Artes Liberales (Gramática, Lógica, Retórica, Aritmética, Geometría, Música y Astronomía) coronado por la Teología. Los cultos a los santos y a sus reliquias, con peregrinajes a sus santuarios, proveían de interminable variedad e interés, y de un reconocimiento hacia los espíritus del lugar. Una creciente devoción por la Virgen María ofrecía un enfoque femenino hacia el amor y la oración que estaba por otra parte ausente en el monoteísmo. Pocas personas en Europa podrían haber tenido alguna duda acerca de la existencia del Cielo, el Purgatorio y el Infierno y de cómo ir a parar a cada lugar.
En el pasado, sistemas comparables de creencias y control social perduraron por miles de años, como lo atestiguan las civilizaciones de China, Egipto, Perú y la Europa de los constructores megalíticos. En todos los casos conocidos, la jerarquía estaba encabezada por un rey sagrado, a quien servían los miembros selectos de una orden administrativa. Estos poseían conocimientos científicos y cosmológicos que incorporaron en los monumentos de piedra y sin duda en otras formas más efímeras. La vida de las masas estaba estructurada por rituales y obligaciones religiosas, que se transformaban gradual e insensiblemente en la ley y orden secular.
Así era en la Edad Media. Idealmente, el Sacro Emperador Romano era el rey sagrado cuya autoridad era respetada por todos los gobernantes regionales. La jerarquía de la iglesia, ayudada por las órdenes monásticas, proporcionó el aparato administrativo. Pero a diferencia de las viejas teocracias, apenas estaba este edificio en su lugar cuando las grietas empezaron a aparecer en su estructura. Claro que hay individuos a los que se puede culpar por la auto-destrucción de la civilización cristiana. Pero, en retrospectiva, parece imposible darse cuenta de los valores eternos en una edad que algunos designan con el término hindú Kali Yuga o, según el esquema cíclico griego, la Edad de Hierro. Nada parece durar por mucho tiempo.
El siglo catorce empezó su triste historia de decadencia con la disolución brutal de la Orden de los Caballeros del Temple, y la terminó con dos papas rivales. Pronto vendría el cisma final entre las iglesias Católica y Ortodoxa, luego la Reforma y la Contra-Reforma, las Guerras Religiosas, el llamado Iluminismo y el desconsolador, desalmado estado conocido como la Modernidad. Pero esa historia no es la que nos incumbe. Estamos tratando de trazar la influencia de aquellos que siempre han velado por el estado espiritual de nuestra civilización, y no los encontramos de un lado u otro de estas disputas.
Las imágenes, los símbolos, mitos y arquetipos son lo que verdaderamente signa una cultura, más bien que la teología y la fe en cosas invisibles. En la Edad Media, estos coincidieron; en el Renacimiento, se separaron, y los siglos quince y dieciséis vieron un cambio de revolucionarias dimensiones en el imaginario europeo. Las imágenes cristianas no desaparecieron, pero se les acopló un cuerpo de imágenes rivales, renacidas de la antigüedad greco-romana, con las que convivían de mala gana.
Una vez, en la Siena tardía medieval, una estatua romana de Venus fue desenterrada. Esto sucedió en 1345, en una época en la cual el desnudo no se utilizaba gratuitamente en el arte, sólo cuando el realismo lo requería, como en las representaciones de Adán y Eva. Este recién encontrado ejemplo del canon clásico de belleza se montó sobre un pedestal en la plaza y fue admirado por el pueblo. Pero los dos años que siguieron, estuvieron llenos de catástrofes para la ciudad. Temiendo que su idolatría había ofendido a Dios y a la Virgen, los piadosos sieneses bajaron a su Venus y la deshicieron en pedazos pequeños, y enterraron los restos. Este instructivo relato, contado por Titus Burckhardt en su libro sobre Siena, ilustra la naturaleza ambigua de las imágenes del mundo pagano: eran tremendamente atractivas, pero traían consigo un soplo de azufre. Había una fuerte tradición teológica de que los dioses paganos no eran otros que los demonios caídos de la banda de Satán, quienes se habían divertido antes de la venida de Cristo inventando falsas religiones para atrapar a la humanidad.
En el siglo siguiente el peligro fue olvidado. La adulación a la Antigüedad se difundió por todas partes, y los modelos greco-romanos fueron ansiosamente imitados por escultores, pintores, arquitectos, poetas, dramaturgos y filósofos. Pero estos artistas no pararon de producir obras sobre temas sagrados, como lo sabe cualquiera que se ha aburrido de las interminables Vírgenes con Niño de los museos de arte italiano. Aunque una creciente moda en la vida secular, que comenzó con las artes decorativas y se extendió a la escultura y arquitectura, favorecía los temas clásicos. Pronto, estos devinieron la norma, junto con la educación en latín y griego, preferida por los humanistas. Las casas de la aristocracia se adornaron rápidamente con la iconografía de la Metamorfosis de Ovidio y la Eneida de Virgilio, con dioses y diosas paganos, y, cosa que no carece de significado, con figuras desnudas.
¡Imagínense la diferencia entre pasar los impresionables años de la niñez viendo iconografía de la iglesia y Libros de Horas, y crecer entre paredes pintadas con los Amores de Júpiter y los Trabajos de Hércules! No importaba que los mitos clásicos fueran conocidos como pura ficción, y sus divinidades consideradas, en el mejor de los casos, como alegóricas: las imágenes eran poderosas y memorables. Una razón para ello es que por primera vez en muchos siglos, el erotismo se había vuelto un tema aceptable para las artes visuales. Esto continuaría así a través de la mojigatería puritana del siglo diecinueve, cuando los temas clásicos sirvieron de pretexto para que los artistas pudieran continuar, sin ser molestados, con su práctica favorita de retratar cuerpos sensuales desnudos.
Aunque las imaginaciones cristiana y pagana cohabitaron en los talleres de los artistas, destinadas respectivamente al uso sagrado y al secular, su incompatibilidad la deben haber sentido los usuarios. Alimentada principalmente en la mente inconsciente, esta incompatibilidad erupcionó en fervor religioso, fanatismo y conflicto, como si las verdaderas creencias de uno tuvieran que ser protegidas a toda costa. Y verdaderamente, los valores cristianos estaban bajo fuego, pues pocos (y menos aún los papas y cardenales del Renacimiento) escogerían voluntariamente el carácter abnegado de los evangelios por encima de las coloridas y heroicas virtudes de Hércules, Eneas y los romanos históricos.
Si el Renacimiento constituyó un adelanto o un declive en comparación con la era medieval es una pregunta a la que se responde según el gusto personal y los dogmas de cada quien. La escuela tradicionalista vió el Renacimiento, en todas sus glorias, como el principio del fin de la civilización Europea, por su abandono de los principios sagrados. Seguramente para los campesinos, trabajadores de oficio y sirvientes, que constituían la mayoría de la población de Europa, el colapso de la síntesis medieval fue el primer paso en su degradación, desde seres humanos con la esperanza del cielo, a proletariado urbano, y finalmente a consumidores.
Eso basta en cuanto a los efectos exotéricos de los nuevos dioses. En el campo esotérico, tuvieron un efecto igualmente revolucionario.
En el segundo artículo, ya citado, titulado "Zoroastro", mencionaba a Jorge Gemistos Pleton, el enviado de Mistra al Concilio de Florencia en 1438-39, y su noción de una antigua teología enseñada por una cadena de iniciados pre-cristianos. Entre los regalos de Pleton a los florentinos, según D. P. Walker, estuvo el canto de los himnos Orficos a las divinidades clásicas. Con eso, Pleton sembró la semilla que Marsilio Ficino, traductor de las obras de Platón, Plotino y Hermes Trismegisto, cultivó con un efecto espectacular en la tradición mágica europea.
La magia de Ficino se añadió a una tradición existente de magia medieval, que a su vez se había derivado de orígenes árabes, tales como el famoso manual de evocación de los espíritus llamado Picatrix. La idea fundamental era la doctrina de las correspondencias, que enseña que todo en el universo corresponde a otras cosas en niveles más altos o más bajos de ser. Así, por ejemplo, el cuerpo humano corresponde a las doce constelaciones del zodíaco, que rigen sus doce órganos principales. Los siete planetas tienen su correspondencia en el reino mineral como los siete metales, mientras que en el reino vegetal rigen distintas plantas y así sucesivamente. El principio de la magia natural consiste en que manipulando algo en un nivel, se atraen las influencias de aquello que le corresponde en otro nivel. De esa manera, en un simple ejemplo, usar un anillo de oro atrae las cualidades señoriales del Sol, mientras que una pulsera de cobre atrae las influencias amables de Venus.
Las fuentes árabes también hablaban de la magia obrada a través de agentes conscientes, ángeles o demonios, cuyos rangos se ordenan según las leyes de correspondencia y a los que se les puede dar órdenes mediante el ritual apropiado. Pero los peligros de negociar con demonios (quienes podrían hasta asumir la personalidad de los ángeles) hacían de esta una actividad igualmente riesgosa para cristianos como para musulmanes.
La afluencia de la antigua literatura filosófica y de sabiduría griega expandió mucho estos horizontes. Para Ficino, que era cualquier cosa menos un ingenuo aficionado, los tratados herméticos y los escritos de Plotino clarificaban muchas cosas que habían estado obscuras, tal como el mecanismo por el cual funciona la magia natural. Una vez más, la llave era la imaginación. La energía imaginativa era la que abría la conexión entre un nivel y otro, y mientras más fuerte actuara, más certeros serían los resultados. El combustible con el cual funcionaba era Eros (el amor o el deseo), y la substancia en la que se imprimía era el Spiritus, o espíritu sutil que penetra en todo el universo material.
Basándose en estos principios, Ficino desarrolló una suerte de magia planetaria en la cual el mago se rodeaba de colores, olores, substancias y música del tipo correspondiente al planeta cuyas influencias deseaba atraer. Estos captarían las influencias a través de sus propias correspondencias y le ayudaría en la concentración intensa de su voluntad e imaginación. Un punto de discusión entre los magos del Renacimiento era si el planeta se concebía como un objeto puramente natural, o como un ser animado, probablemente un ángel.
Podría suscitarse el argumento de que, si el deseo de la persona es lícito, por qué no simplemente rezarle a Dios o a los santos para ello. Ejecutar una operación mágica le parece, al creyente conservador, un insulto a la eficacia de la oración, y a la sabiduría de Dios que puede concederlo o rehusarlo. El mago podría argumentar que la magia es simplemente una operación en el mundo natural, que obra con el conocimiento especializado de la creación de Dios y por lo tanto no más impía que la agricultura. Después de todo los agricultores no siguen el mandato de Cristo: "No penséis en el mañana", sino que dependen de su conocimiento de las leyes de la Naturaleza y actúan en conformidad. Aun cuando el mago se dirige a un espíritu o ángel, ¿es esto peor que la oración común a un santo?
Como en el caso de la síntesis medieval, la nueva imaginación pagana del Renacimiento obraba en dos niveles, el exotérico y el esotérico. En el dominio público estaban los nuevos palacios y jardines, pinturas, esculturas, objetos decorativos, grabados y libros, que eran la antítesis de las catedrales góticas y el arte cristiano medieval. Nadie podía evadir la influencia del nuevo entorno imaginal, y pocos querrían hacerlo, ya que abría los sentidos al Eros de la belleza terrenal. Inadvertidamente, los europeos se volvían platónicos: mientras la corriente cristiana principal desdeñaba la belleza natural y la atracción erótica, la filosofía de Platón las abrazaba a todas, como el primer brote de las alas sobre las cuales el alma se elevaría, eventualmente, al conocimiento de la belleza intelectual.
En los círculos más esotéricos de los humanistas muy educados era igualmente imposible evadir la seducción de la filosofía clásica y el desafío inherente que ello presentaba para la visión cristiana del mundo. El linaje de sabios paganos de Pleton, adoptado por Ficino y los humanistas florentinos, abrió una visión del pasado más lejano que era verdaderamente diferente a la del estrecho sectarismo del Viejo Testamento. A aquellos egipcios, babilonios, persas, griegos y romanos ya no se les clasificaba como gentiles, fuera del rebaño de los elegidos, sino como hijos de Dios, cada uno dotado de sabiduría apropiada a su tiempo y lugar. Los recién descubiertos textos clásicos podían ser explorados para instruirse y no meramente por curiosidad y para mejorar en el uso del latín y griego.
Los habitantes de las viejas ciudades europeas aún viven sus vidas en medio de la evidencia de esta imaginación dual; la catedral gótica y las iglesias por un lado, los palacios del Renacimiento con su iconografía contraria, por el otro. Es una rica, incluso demasiado rica combinación, mezclando dos visiones del mundo que, con todos los esfuerzos bien intencionados para reconciliarlas, siguen siendo un acertijo sin resolver en la historia de la consciencia. Moisés y Homero; César y Cristo; sea que nos guste o no, estas son las raíces gemelas de nuestra herencia espiritual.
Por Joscelyn Godwin

sábado, 12 de junio de 2010

DOBLE POLARIDAD

"Todo es dual; todo tiene polos; todo su par de opuestos; los semejantes y desemejantes son los mismos; los opuestos son idénticos en naturaleza, difiriendo sólo en grado; los extremos se tocan; todas las verdades son semiverdades, todas las paradojas pueden reconciliarse"...EL KYBALION
El Cuarto Gran Principio Hermético -el Principio de Polaridad- encierra la verdad de que todas las cosas manifestadas tienen dos lados, dos aspectos, dos polos; un par de opuestos con innumerables grados entre ambos extremos. Las antiguas paradojas, que siempre han confundido la mente de los hombres, quedan explicadas si se comprende este principio. El hombre siempre ha reconocido algo semejante a este principio y ha tratado de expresarlas con dichos, máximas o aforismos como los siguientes: "Todo es y no es al mismo tiempo"; "todas las verdades no son más que semiverdades"; "toda verdad es medio falsa"; "todas las cosas tienen dos lados"; "siempre hay un reverso para cada anverso"; etcétera.
Las enseñanzas herméticas opinan sobre la diferencia que existe entre cosas aparentemente opuestas diametralmente, que es sólo cuestión de grado. Y afirma que todo par de opuestos puede conciliarse y que la tesis y la antítesis son idénticas en naturaleza, defiriendo sólo en grado. La conciliación universal de los opuestos se efectúa reconociendo este Principio de Polaridad. Ejemplos de este principio pueden encontrarse en todas partes, después de un examen de la naturaleza real de las cosas. El espíritu y la materia no son más que polos de las mismas cosas, siendo los planos intermediarios cuestión de grados vibratorios meramente. El TODO y los muchos son los mismos, residiendo la diferencia solamente en el grado de manifestación mental. De manera, pues, que la LEY y las leyes son los dos polos de una sola y misma cosa. E igual sucede con el PRINCIPIO y los principios, con la MENTE infinita y la mente finita.
Si pasamos al plano físico encontramos que el Calor y el Frío son de naturaleza idéntica, siendo la diferencia simple cuestión de grados. El termómetro indica los grados de temperatura, siendo el polo inferior el llamado "frío" y el superior "calor". Entre ambos hay muchos grados de calor y frío, pues cualquier nombre que se les dé es correcto. De dos grados, el superior es siempre más caliente en comparación con el inferior, que es más frío. No hay ningún sitio en el termómetro en el que cese el calor y comience el frío absolutamente. Todo se reduce a vibraciones más o menos elevadas o bajas. Las mismas palabras "elevado" y "bajo" que nos vemos obligados a usar, no son más que polos de la misma cosa: los términos son relativos. Así sucede igualmente con el "Este" y el "Oeste". Si viajamos alrededor del mundo en dirección al Oriente, llegaremos a un punto que se llama Occidente, considerándolo desde el punto de partida. Marchemos suficientemente lejos hacia el Norte y pronto nos encontraremos viajando hacia el Sur, y viceversa.
La luz y la oscuridad son polos de la misma cosa, con muchos grados entre ambos. La escala musical es la misma. Partiendo del sí en adelante llegaremos a encontrar otro sí, y así sucesivamente, siendo las diferencias entre los extremos también cuestión de grado. En la escala del color sucede otro tanto, siendo la intensidad vibratoria la única diferencia que existe entre el rojo y el violeta. Lo grande y lo pequeño son cosas relativas. Igualmente lo es el ruido y la quietud, lo duro y lo blando, lo afilado y lo romo. Positivo y negativo son los dos polos de una misma cosa, son innumerables gradaciones entre ambos.
Bueno y malo no son cosas absolutas; a un extremo lo llamamos bueno y al otro malo, o Bien al uno y Mal al otro, de acuerdo con el sentido que queramos darle. Una cosa es menos buena que la que le es superior en la escala, pero esa cosa menos buena, a su vez, es mejor comparada con la que tenga el más o el menos regido por la posición que tenga en la escala.
Igual cosa sucede en el plano mental. El amor y el odio son considerados como diametralmente opuestos, completamente diferentes e irreconciliables. Pero si aplicamos el Principio de Polaridad, encontraremos que no existe un amor absoluto o un odio absoluto, diferentes uno de otro. Los dos no son más que términos aplicados a los dos polos de la misma cosa. Empezando en cualquier punto de la escala, encontramos "más amor" o "menos odio", si ascendemos por ella, o "menos amor" si por ella descendemos, y esto es cierto, sin importar nada el punto, alto y bajo, que tomemos como partida. Hay muchos grados de amor y de odio, y existe también un punto medio donde el agrado y el desagrado se mezclan en tal forma que es imposible distinguirlos. El valor y el miedo quedan también bajo la misma regla. Los pares de opuestos existen por doquier. Donde encontremos una cosa, encontraremos también su opuesta: los dos polos.
Este hecho es el que permite al hermético transmutar un estado mental en otro, siguiendo las líneas de polarización. Las cosas de diferente clase no pueden transmutarse unas en otras, pero sí las de igual clase. Así pues, el Amor no podrá convertirse en Este u Oeste, o Rojo o Violeta, pero puede tornarse en Odio, e igualmente el Odio puede tornarse en Amor cambiando su polaridad. El valor puede transmutarse en miedo y viceversa. Las cosas duras pueden tornarse blandas, las calientes, frías, y así sucesivamente, efectuándose siempre la transmutación entre cosas de la misma clase, pero de grado diferente. Tratándose de un hombre cobarde, si se elevan sus vibraciones mentales a lo largo de la línea Miedo-Valor, se llenará de valentía y desprecio por el peligro. E igualmente el perezoso puede hacerse activo y enérgico, polarizándose simplemente a lo largo de las líneas de la deseada cualidad.
Los discípulos familiarizados con los procedimientos mediante los cuales producen las diversas escuelas de ciencia mental cambios en los estados mentales de sus seguidores, quizá no comprendan fácilmente cuál es el principio que se oculta tras esos cambios. Pero, no obstante, una vez que se ha entendido el Principio de Polaridad, se ve inmediatamente que esos cambios mentales son ocasionados por un cambio de polaridad, por un deslizamiento a lo largo de la misma escala. Este cambio no es de la naturaleza de transmutar una cosa en otra completamente diferente, sino que se reduce a un simple cambio de grado de la misma cosa, lo que es una diferencia importantísima. Por ejemplo, y sacando un ejemplo del Mundo Físico, es imposible cambiar el calor en agudeza o filosidad, pesadez, elevación, etc., pero puede ser fácilmente transmutado en frío, con sólo amortiguar la vibración. De la misma manera el odio y el amor son recíprocamente transmutables, así como el miedo y el valor. Pero el Miedo no puede transformarse en Amor, ni el Valor en Odio. Los estados mentales pertenecen a innumerables clases, cada una de las cuales tiene sus polos opuestos, a lo largo de los cuales es posible la transmutación.
Se comprenderá fácilmente que, tanto en los estados mentales como en los fenómenos del plano físico, los dos polos pueden ser clasificados respectivamente, como positivo y negativo. Así pues, el amor es positivo respecto al odio; el valor respecto del miedo; la actividad respecto de la inercia, etc. Y también se notará, aun desconociendo el principio de vibración, que el polo positivo parece ser de grado superior que el negativo, pudiendo aquél dominar fácilmente a éste. La tendencia de la Naturaleza es en dirección a la actividad dominante del polo positivo.
Además del cambio de los polos de los propios estados mentales mediante la aplicación del arte de la polarización, el fenómeno de la influencia mental, en sus múltiples fases, demuestra que el principio puede extenderse hasta abarcar los fenómenos de la influencia de una mente sobre otra, de lo que tanto ha sido escrito en los últimos años. Cuando se comprende que la inducción mental es posible, esto es, que los estados mentales pueden producirse por inducción de los demás, entonces se verá cómo puede comunicarse a otra cierta clase de vibración o polaridad, cambiándose así la polarización de la mente entera. La mayoría de los resultados obtenidos mediante los "tratamientos mentales" se obtienen según ese principio. Por ejemplo, una persona está triste, melancólica y temerosa. Un científico de la mente eleva su propia mentalidad al deseado grado de vibración, mediante su voluntad previamente ejercitada, y de esta manera obtiene la polarización requerida en su propia mentalidad. Entonces, por inducción, produce un estado mental análogo en el otro, siendo el resultado que las vibraciones de éste se intensifican y el paciente se polariza hacia el polo positivo de la escala, en vez de polarizarse hacia el negativo, y sus temores, melancolía, etc., se transforman en valor, contento y parecidos estados internos. Un poco de meditación sobre el asunto demostrará que esos cambios mentales se efectúan casi todos a lo largo de las líneas de polarización, siendo el cambio más bien cuestión de grado que de clase.
El conocimiento de este gran principio hermético permitirá comprender mejor los propios estados mentales, así como los de los demás. Y se verá que esos estados son puramente cuestión de grados, y al comprobar el hecho podrá elevar las vibraciones interiores a voluntad, cambiando su polaridad, haciéndose dueño de sus pensamientos, en vez de ser su esclavo y servidor. Este conocimiento le permitirá además ayudar a otros inteligentemente, cambiando, mediante los métodos apropiados, su polaridad. Es muy conveniente familiarizarse con este principio, porque su comprensión correcta arrojará muchísima luz sobre problemas difíciles y oscuros.

Por Dr. Gerard Encausse (Papus)

jueves, 3 de junio de 2010

REENCARNACION Y RELIGIÓN

Podríamos dar por finalizado aquí el estudio de la reencarnación, y para terminar nuestro trabajo vamos solamente a incluir algunas notas que se refieren a la tradición.
Hemos visto en los capítulos precedentes que la reencarnación era una de las enseñanzas secretas de todos los templos de la antigüedad. Dada primitivamente como una parte de la iniciación en los grandes misterios del antiguo Egipto, esta revelación ha pasado a todas las religiones esotéricas, y volvemos a encontrarla entre los autores clásicos, de lo que hemos dado numerosos ejemplos; también la volveremos a encontrar en el budismo.
Las investigaciones modernas relativas a las escrituras de la India han alterado las nociones que se podrían tener acerca de la antigüedad fabulosa de los alfabetos indios. De esta manera los trabajos de Philippe Berger y otros sabios permiten hacer remontar sólo hasta el año 500 antes de Jesucristo la constitución del alfabeto sánscrito, es decir, un alfabeto de Thebah, la academia de gramáticos; ésta fue la época en que en realidad vivió Gautama el Buda, un iniciado de la época brahamánica que dejó el palacio de su padre--el centro de iniciación--para dar al mundo profano una parte de los misterios.
No debemos figurarnos, sin embargo, que sea el budismo el creador religioso de esta idea de la reencarnación; Buda ha sido el difusor a pesar de sus maestros y ha rendido con ello un servicio considerable a la humanidad.
Las personas que se interesen por estas cuestiones encontrarán en un volumen de M. de Lafont, titulado El budismo, textos precisos y enseñanzas positivas capaces de satisfacerlos plenamente.
¿Se ha ocupado alguna vez la religión cristiana de la reencarnación? Se puede responder francamente de modo afirmativo.
En principio los evangelios aseguran sin ambages que San Juan Bautista era Elías reencarnado. Esto constituía un misterio, y San Juan Bautista, al ser interrogado sobre ello, se callaba, pero los demás lo sabían.
Está también la parábola del ciego de nacimiento, castigado por sus pecados anteriores, que es un interesante motivo de reflexión.
La religión cristiana es continuación directa de la egipcia, y cada uno de los evangelistas está representado por un símbolo, que es una de las cuatro formas de la esfinge: la cabeza humana, o el ángel, el águila, el león y el toro.
La idea de la reencarnación formó parte de las enseñanzas secretas de la Iglesia, como sucedía con la mayoría de las ideas de la iniciación egipcia .
Se ha dicho que la reencarnación había sido condenada por la Iglesia; esto es falso. Un concilio ha dicho que aquel que proclamara haber vuelto a la tierra por encontrarse a disgusto en el cielo sería anatematizado; pero lejos de condenar la reencarnación, esta advertencia del Concilio indica, por el contrario, que formaba parte de las enseñanzas, y que si había quienes volvían voluntariamente a reencarnarse, no por encontrarse a disgusto en el cielo, sino por amor al prójimo, el anatema no podía afectarles (Rozier).
Por último, según las enseñanzas de la iglesia católica romana, que ha guardado mucho menos la tradición esotérica que la iglesia ortodoxa rusa, transcurre un lapso considerable entre el juicio posterior a la muerte y el juicio final, siendo precisamente tras el juicio final cuando los espíritus deben recibir, según el catolicismo, su destino definitivo. Hasta este momento puede haber cambios en la evolución del espíritu, en el tiempo que pasa entre estos dos juicios. ¿Y qué hace el espíritu durante el tiempo que transcurre entre estos dos juicios? Se puede admitir que el cielo, el infierno y el purgatorio son estados que pueden vivirse en forma material; ésta era la enseñanza de Swedenborg y del propio Mahoma, que sin embargo le tenía horror a toda forma de esoterismo tradicional, pero indica que había sido verdaderamente informado, al decir en su capítulo, "Las mujeres del Corán", que el Cristo volvería al final de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos.
Se puede asegurar que la idea de la reencarnación, que ha sido el faro luminoso de toda la antigüedad, no se ha perdido jamás en ninguna religión; y hoy día esta idea reaparece, defendida por tres tradiciones: la tradición cabalista, procedente de Egipto y transmitida hasta nosotros por los pitagóricos y los neoplatónicos; la tradición oriental, transmitida por el budismo y de la que acabamos de hablar, y por último, la revelación moderna del espiritismo.
Rivail, más conocido bajo su seudónimo de Allan Kardec, ha prestado un gran servicio a la humanidad occidental, al popularizar el dogma de la reencarnación, Si esta idea ha preocupado a determinados cerebros débiles, como lo hizo en otra época, hacia el año 100, la idea del infierno, por otra parte, ha impedido tal número de suicidios y levantado tanto valor en los corazones, que sería preciso felicitar al creador del espiritismo contemporáneo, así como a sus sucesores actuales, como Gabriel Delanne, León Denís y Leymarie, por haber difundido entre las masas un instrumento tan precioso como ése.
Los niños prodigio se explican así muy fácilmente por esta idea de la reencarnación. También los recuerdos positivos de ciertos sujetos, que encuentran paisajes familiares, y sin insistir a este respecto, se da uno cuenta de la claridad que proporciona el conocimiento de la reencarnación sobre un gran número de problemas, sean humanos, sean sociales. No tenemos la intención de hacer un estudio dogmático de la reencarnación en todas sus consecuencias, ni una investigación histórica o bibliográfica completa, nuestro deseo es sobre todo el despertar en cada uno de nuestros lectores los dioses que dormitan, de hacer hablar en su corazón el dios del recuerdo, y crear en cada uno de ellos el entusiasmo (En y Théos), este dios interior que revela verdaderamente todos los misterios. Entonces cada uno de los hombres comprenderá que el dinero terrestre, si bien constituye una necesidad alimenticia, y si bien es, como han dicho Barlet y Lejay, la sangre social, no es más que una herramienta y no un fin. Nuestras facultades superiores merecen dedicarse a cosas más elevadas que este ideal plenamente terrestre de la riqueza o de las situaciones generadas por el orgullo. Para seguir a Cristo es preciso abandonarlo todo, sin pesar, como se deja un viejo vestido para cubrirse con la ropa de luz de todas las iniciaciones. Para comprender que sobre la tierra sólo somos los personajes de una comedia, que desempeñan un papel determinado durante una existencia, es preciso haber participado en los misterios del Padre, es necesario estar dispuesto a sacrificar todo lo que no es eterno, y cuando conozcamos el misterio de la reencarnación, podremos decir con San Pablo: " ¡Oh muerte!, ¿dónde está el terror? ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón?".
El doctor Rozier dice efectivamente: "Deseo solamente probar que los Católicos tienen el derecho de creer lo que les parezca más racional en este sentido: la opinión general entre ellos es que sólo se vive una vez sobre la tierra, pero no existe ninguna prohibición real de creer lo contrario. Una opinión, por respetable que sea y por numerosos que sean los que la sostienen, está sujeta a revisión. Ciertamente, si nos vemos seducidos por una teoría que está en contradicción con los sentimientos de hombres de categoría considerable, de los Padres de la Iglesia, por ejemplo, debemos estar contrariados y exigir argumentos de peso para continuar profesándola; pero no debemos capitular más que después de haber sido vencidos por argumentos de una fuerza suficiente, o al menos que nos lo parezcan así."
En realidad, ¿qué es lo que dice ese famoso Concilio de Constantinopla, sobre el cual ciertos autores se apoyan para demoler, no la metempsicosis, que no se ha puesto en duda en Occidente, sino la teoría de la reencarnación? Este concilio ha condenado, el año 503, algunas proposiciones de Orígenes, entre otras, y en primer lugar, la que dice en latín: "Si alguien dice, o piensa, que las almas de los hombres preexisten y que han sido anteriormente espíritus y virtudes (potencias santas, y que han obtenido hartura de la contemplación divina; que se han pervertido y que en consecuencia el amor de Dios se ha enfriado en ellos, a causa de lo que se les ha llamado almas (soplos), y que han sido enviadas en cuerpos como castigo: que sea declarado anatema". Los antiguos reencarnacionistas cristianos no pretenden que suceda por cansancio de la contemplación divina, por enfriamiento del amor de Dios el que las almas vengan a la tierra, sino que, por el contrario, aseguran que su vuelta ha sido por castigo. Dicen que la existencia terrena nos ha sido impuesta para evolucionar y llegar a hacernos dueños de la materia de la que Adán, por su caída, nos hizo esclavos.
Esta existencia terrestre no podría sin inconvenientes prolongarse más de cien años, por razones que es inútil indicar aquí; pero cien años son insuficientes para obtener la victoria definitiva. Ha sido preciso, por tanto, el concedernos un tiempo mucho más prolongado, pero cortado por intervalos, como sucede con ]os sueños profundos y el ensueño diurno; cada uno de estos sueños se llama la muerte. Es cierto que cada existencia se acompaña del olvido de las que la han precedido, pero este olvido es providencial, facilita la evolución, y con el recuerdo sería difícil cambiar el plano de existencia. Cuando finalmente nos hemos despertado un número de veces suficiente para lograr la finalidad de nuestros esfuerzos: la santidad, morimos una última vez para no volver más. Es entonces cuando somos juzgados definitivamente y colocados en las moradas del cielo, o en el purgatorio. Si, por el contrario, en cada una de nuestras existencias descendemos más y más bajo, cuando hemos alcanzado un cierto límite no dejando ninguna esperanza de salvación, morimos una última vez para ir al infierno; pero este caso es muy raro.
La teoría de las reencarnaciones, considerada así, por esos antiguos reencarnacionistas cristianos puede ser aceptada o rechazada por los católicos, pero no cae bajo el anatema citado anteriormente. Solamente si se rechaza esta teoría, no es preciso admitir ninguna excepción, no se debe abrir ninguna brecha a través de la cual se pueda pasar.

Papus